El niño que quería hacer casas : Edmundo Salinas
Sin duda es uno de mis clientes consentidos y muy probablemente el más exigente. Quizás es porque lo conozco. Y lo conozco bien. No en balde fui testigo involuntario de sus inicios: “vamos a remodelar el cuarto”; “pero yo quiero oír música”; “ándale, Fer, tú vas a ser el cargador”. Así pasábamos tardes enteras; cargando cinco muebles y renovando el espacio que nos vió crecer a los dos. No, nuestras actividades no eran las que típicamente comparten los hermanos. Eso las hace memorables. Yo tendría unos 7 años y Mundo 12 cuando remodelamos una y otra vez el cuarto que compartíamos.
No es sencillo tratar de etiquetar el estilo de Edmundo Salinas como arquitecto o interiorista. Cada trabajo parece ser un reencuentro con las posibilidades. Con todas. “Nos gusta reinventarnos en cada proyecto” lo he escuchado decir. Sin embargo es consistente en el equilibrio; en la compulsión por la estética y en la obsesión con los detalles. Es sencillo deslizar la mirada sobre sus diseños y sentirse tentado a buscar un detalle que rompa la armonía. Entonces lo encuentras y es la pieza que lo une todo: un cuadro, una escultura o una textura impredecible. La única regla es la belleza.
Lástima que en los ochentas no tomábamos tantas fotos. “Te voy a construir una aldea para tus pitufos”. Con cartón y papel pintado fabricó un escenario increíble donde acomodó todos mis pitufos. Hongos de colores, una cerca, pasto; había nubes y hasta una carretilla. Era perfecto. Mi nueva ciudad de papel estaba en un repisa empotrada en la pared. Una repisa con puerta que apenas alcanzaba de pie sobre mi cama. Terminó su proyecto y muy orgulloso me dijo: “La puedes ver. Nada más que no la vayas a tocar”. Desde entonces sus diseños son como una parte que se desprende de él. Como un hijo que no quieres que se vaya y que deje de ser tu reflejo. Hoy no pide a sus clientes que no toquen sus casas, pero busca que su trabajo sea realmente suyo. Para sus clientes, pero suyo.
Una constante en la vida y el trabajo de Mundo es el arte. Su afición por el arte contemporáneo es una muestra del placer que le da la estética. No importa si es abstracto, figurativo, artesanal o casi accidental, hay un magnetismo que las formas y los colores bellamente dispuestos ejercen sobre él. En su diseño de la Galería RGR y sus trabajo en zona MACO es evidente el respeto que le tiene al arte. En sus diseños residenciales siempre sobresalen una o más obras elegidas con su asesoría.
En aquel tiempo no usábamos cinturones de seguridad. No recuerdo que los coches tuvieran. Cuando íbamos en la Brasilia naranja de mi mamá, íbamos sueltos y viendo hacía afuera. A veces contando coches de algún color, a veces nada más sintiendo el aire en la cara. Mundo era un poco diferente “Cuando íbamos en el carro jugaba a que tenía una pistola que hacía invisibles las cosas feas”. En su universo la falta de estética no es una amenaza. Puede desvanecerse. La belleza es el estado original de la naturaleza y a la que hay que regresar. Mundo interviene espacios, como interviene el desierto la presencia de Black Rock City durante Burning Man. La belleza es pasajera, pero la experiencia de lo bello nos modifica para siempre.
Con el Museo del Noreste o MUNE, Edmundo Salinas, junto con Manuel Lasheras, intervino el espacio público más importante de Nuevo León. Es un edificio modernista lleno de vida y movimiento. “Una abstracción de capas y montañas que buscan contar la historia”. Su visión es metafórica y práctica, pero sobretodo estética. Verlo de noche vale mucho la pena. Parece como si guardara una luz que se escapa por enormes grietas en sus costados.
Si fue un niño normal o no. No sé. Ni siquiera sé si hay tal cosa. Sé que cada vez que le preguntaban ¿qué vas a ser de grande? decía: “voy a hacer casas”. Para mí era obvio. Cuando él no estaba, me gustaba sacar sus cuadernos y ver sus dibujos (a él no le gustaba tanto). Eran páginas y páginas de casas. Siempre se imaginó arquitecto y siempre ha sido arquitecto.
En algún momento remodelamos nuestro cuarto por última vez. Seguramente no lo sabíamos. La aldea de los pitufos se acabó, porque claro que sí la toqué. Mundo dejó de ser niño, pero siguió siendo Mundo. Hoy su pasión por la belleza pasó de los cuadernos a los espacios. Cada uno de sus proyectos es único, pero hay siempre una constante: desde la aldea de papel, hasta el museo, “en todos los proyectos ponemos el alma y el corazón”.
Nos vemos pronto,
Fernando