Flores y piedra : Heredad Beragu

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Luna, vino, flores y un sentimiento de nostalgia. De esa que se adelanta; que nos hace anticipar cómo vamos a extrañar el presente. Era la última noche y no queríamos irnos. Patxi salió a la terraza porque es de esas personas que gozan compartir: “Perdón la interrupción. Mirad la luna”. Ya la habíamos notado. Era tan protagónica que bajo la noche estábamos Gely, ella y yo. De las ventanas del comedor brotaba un poco de luz; la montaña estaba bañada de plateado; hacía frío y el cielo era profundo. La mañana siguiente, rumbo a Francia, estaríamos hablando de todo lo que vivimos esos cuatro días y jurando regresar. Todavía lo hacemos. Pero vamos al principio. Antes de conocer a Patxi y a Ramón. Antes de la nostalgia.

Nuestra luna de miel tenía dos lapsos de tiempo totalmente libres; sin reservaciones. El primero sucedía justo después de estar en San Sebastián. Una noche antes, Gorka nos sugirió algunas opciones. Gorka fue nuestro ángel guardián en San Sebastián: recepcionista, consierge, barman. Siempre sonriente: “tengo el lugar perfecto”, me dijo. Con una foto fue suficiente. Volví al bar del hotel, se la mostré a Gely y quedó decidido. Gorka hizo la llamada. “Una habitación para cuatro noches”, “Mañana llegan por ahí”. Dejamos el bar y subimos a dormir a la habitación más pequeña y con más encanto del hotel. Pero esa es otra historia.

Al día siguiente dejamos atrás las costas verdes del país vasco por las montañas y los aires centenarios de la Comunidad Foral de Navarra, rumbo a Gallipienzo.

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Gallipienzo es un pueblo medieval que se derrama del cerro Beragu. Lo preside una iglesia y lo acompaña el río Aragón, que más que correr a su lado, camina paciente pues sabe que el tiempo allí hace mucho se detuvo. Es uno de esos viejos soldados orgullosos de su pasado; de sus batallas y sus amoríos. Cuando vayan, verán que no se puede hablar de Gallipienzo sin ser un poquito cursi.

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Antes paramos en Pamplona. “No va a haber nadie, la feria fue hace dos fines”. Dejamos el coche. Vimos algo de gente y la seguimos. De pronto era mucha gente. Más de la esperada. Música, risas, tumulto. Ese día aprendimos que los Sanfermines duran dos semanas. “Métete a esa tienda”. Una camiseta blanca y un paliacate rojo. “pa la foto, aunque sea”. Brincamos, bailamos y seguimos el camino.

El GPS nos guió entre montañas, pueblos, viñedos y olivos hasta un camino de un solo carril: la única vía a Gallipienzo. “que no venga nadie en contra, que no venga nadie en contra!”. Antes de subir al pueblo hay que seguir de frente y bajar una calle empinada. Allí espera una casona de flores y piedra. 

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Hay edificios diseñados para sobresalir y los hay diseñados para fundirse con su entorno, respetándolo. Éste es uno de esos que se convierten en la versión más bella del lugar que lo acoge. Lo sublima.

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Nos recibió Ramón con una sonrisa que le arrugaba los ojos. Nos ayudó a registrarnos y a subir maletas. La habitación era rústica, acogedora y limpia. Madera, piedra, dos balcones con puertas dobles, techos abovedados, cortinas rojo y blanco y la mejor vista del cañón verde del Río Aragón. Desempacamos y bajamos a la terraza.

Bajo un cielo inmenso, con algunas abejas rondando y una copa de vino, pasamos el resto de la tarde platicando. Hay lugares tan perfectos que trascienden y se transforman en momentos. Los cinco sentidos se sintonizan en una sola frecuencia: la belleza. Entonces descansan. Es como meditar. Estar en ese lugar nos elevaba. Las copitas de vino local tampoco estorbaban, claro. 

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Platicamos mucho. Como siempre. Hasta que se acercó la hora de la cena. Subimos a bañar y bajamos las escaleras sintiendo la humedad fresca de la piedra viva. En el comedor es evidente la atención al detalle. No hay accidentes. Los mosaicos, los colores, manteles, flores y hasta la música han sido planeadas al detalle para hacer bella la experiencia de estar ahí. En la primera cena conocimos a Patxi, la otra mitad de Heredad Beragu.

Cuatro casas antiguas fueron transformadas por Patxi y Ramón en el hotel Heredad Beragu. Sus interiores son agro-chic, como ellos los definen. Paredes de mortero a la cal, barandas de hierro, pisos de barro, flores frescas, velas, olor a lavanda y buen gusto en sus habitaciones; el cuarto de lectura y en cada nicho y rincón.

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Todos los días por la mañana nos acercamos a la recepción donde Patxi trabajaba. “¿A dónde vamos hoy? Con mapa en mano, trazamos rutas y apuntamos sugerencias. Partíamos justo después de desayunar y volvíamos para la cena.

“Me dijo Patxi que vayamos a la Foz de Lumbier, Amor” “OK. pero y qué es una Foz?” “No sé. Me dió pena preguntar.” “Cuando lleguemos nos enteramos”. Manejamos un buen rato y dejamos el coche en un estacionamiento. “Id por este camino sin parar”, nos dijo muy amable Rosa, que nunca había visto mexicanos en persona. Así hicimos. Entramos en un túnel absolutamente oscuro. No veíamos ni nuestros pies. Al salir de nuevo, estábamos en el fondo de un cañón. Paredes de piedra monumentales que dejaban ver sólo un tramo de cielo; aves enormes que iban de lado a lado y un río en el fondo que le ponía banda sonora a la experiencia. “Ah. Foz”.

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En el restaurante del hotel sobra ver el menú. Mejor mira la vista (todas las mesas tienen) y que Patxi o Borja sugieran. Dí que sí a todo. Lo que comimos bajo esos candiles de ratán era delicioso. El hotel tiene un huerto y de ahí vienen muchos de los ingredientes que utilizan en la cocina. La sopa de ajo blanco y la de melón, no las voy a olvidar jamás. Bueno, la de melón menos, porque nos vinimos con todo y receta. Ah, y el cuajo con miel de abeja. Urge regresar.

Un día estuvimos en el Monasterio de Leyre escuchando a los Benedictinos cantar la liturgia de las horas. Otro, visitamos bodegas Caudalia con Iván, un español enamorado de México. “En este pueblo, la gente es ya muy mayor.” Nos contaba. “El más joven tiene 78 años. Es Luis.” Más tarde, mientras visitamos unos olivos, un tractor se detuvo cerca. “¡Miren, les presento a Luis!”. Inolvidable. 

Caminamos todo el Palacio de Olite y comimos como si el mundo fuera a acabar en Ujúe; hicimos amistad con un perro labrador en Ochagavía y en Sos del Rey conocimos a Javier; un mesero mal encarado y gruñón, que acabó por ser una de las personas más amables y memorables del viaje. Nos recomendaba cualquier número de sitios turísticos: “yo no sé de internet, tomad mi móvil y buscad ahí”.

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Uno de los recorridos que más gozamos fue el del mismo Gallipienzo. Caminamos por un sendero hasta un observatorio de aves. No vimos aves pero nos reímos mucho. Seguimos hasta la iglesia de San Salvador en la parte más alta del pueblo. Teníamos la llave para entrar. Es una iglesia del siglo XVI con una cripta aún más antigua. Estuvimos solos ahí dentro, sintiendo un poco la historia. Subimos al campanario y un pájaro nos provocó un mini infarto a los dos. 

Ramón y Patxi nos recibieron en Heredad Beragu como se recibe a un amigo en casa. Al final es su casa. Con sus texturas fuertes y sus manteles blancos, el hotel es un reflejo de ellos mismos. Ramón es un hombre de montaña; un aragonés de sonrisa profunda y energía palpable. Patxi tiene ese aura que solamente poseen los que crecieron viendo el Sol ocultarse tras el mar. Juntos son Heredad Beragu: a veces una copa de vino y un libro; otras, un trago de agua en caminata bajo el Sol.

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Heredad Beragu es un hotel hermoso, con comida excelente y un servicio de primera. En realidad es mucho más. Es la delicadeza de sus flores y la historia de sus piedras; la entrañable familiaridad de sus sabores, las sonrisas, la calidez y el rarísimo espíritu de entrega de su gente, que te recuerda “no olvides mirar la luna”. 

Nos vemos pronto.

Fernando

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