Historia en tres tiempos III : Rodrigo Rivera Río Zambrano
Me imagino las noches en el rancho. El aroma fresco; la tierra pesada y las sombras largas de los árboles estirándose hasta fundirse con el suelo. Las herramientas descansando y el Sol naranja sumido detrás de un horizonte negro. Puntual, un coro de grillos eleva una serenata a la luna. De pronto se quiebra el cielo en un tronido de motor: olor a diesel y el tracaleo de la planta de luz. Son las siete y la casa se arropa en azules profundos. Las ventanas palidecen amarillas. Adentro, las sombras van de un lado a otro. Rodrigo era un niño y como todas las noches, era momento de familia. “Lo que hacíamos era juntarnos, mi papá, mi mamá y mis hermanos; mi mamá nos contaba historias: historias de Monterrey; historias de lo que ella había vivido”. Aquellas noches en el rancho, sin darse cuenta, se empapó de la sensibilidad y el amor que al día de hoy rigen su paternidad. “Ese núcleo familiar que nosotros vivimos ahí es algo que hasta el día de hoy me encantaría que vivieran mis hijos” Además, los relatos de su madre le proveían de identidad, y azuzaban sus sueños, pero más importante, amasaban una pasión que hoy condiciona su arte: contar historias.
Recuerdo perfectamente cuando mi esposa llegó a contarme de Rodrigo. Lo había escuchado en una plática. Me contó de los tres hermanos; de su historia de trabajo, esfuerzo y talento. Somos amantes de la buena comida, así que no tardamos en estar sentados a la mesa en Koli con la expectativa rebasada. Un éxito. Plato tras plato la mano de Rodrigo nos llevó por tiempos y lugares familiares y nuevos a la vez. Koli es noreste y el amor que Rodrigo le tiene al noreste, más que palpable, es comestible. “Para mí Nuevo León es mucho más que la zona metropolitana”. Lo dice con autoridad. En sus épocas de universidad, por consejo de su papá, tomó su coche y se dedicó a conocer la gastronomía de cada rincón del estado. “al primer municipio que fui fue a Bustamante.“, me contó. “Me enamoré”. No se detuvo. Se ideó una guía: China, Anáhuac, los empalmes de Zuazua y los cuajitos de Cadereyta. Productos, platillos e historia: toda una cultura. La cultura gastronómica del Noreste a través del tiempo. Ese viaje es el que diseña junto a sus hermanos temporada tras temporada en Koli.
Las vivencias se vuelven anécdotas cuando se convierten en pasado; y decimos que tenemos una historia de vida cuando logramos engarzar nuestras anécdotas en un hilo que pende del presente. La vida de Rodrigo es una tira de piedras de mil colores atadas a un diamante en bruto. Rodrigo sabe reconocer cada una. Sus años en el rancho; sus primeros trabajos; sus estudios y cada uno de sus aparentes fracasos. Estoy seguro que si pudiera, Rodrigo llevaría con orgullo un collar con todas y cada una de ellas. “Alguien que cuenta historias es una persona que ha vivido; que ha tenido experiencia”, me decía. “qué aburrido no tener nada qué platicar”.
Nació y creció en el estado de Hidalgo. Viviendo en el Rancho tuvo contacto con la tierra y con las manos que la trabajaban. “Nos dio la sensibilidad de entender que un rancho no lo maneja una sola persona, sino el conjunto de todos los que trabajan ahí.” No había ciudad. Sus amigos eran los niños del rancho. Convivían y compartían sin mucha distinción. “Cuando llegaba santa claus había bicis de los niños y bicis para los hijos de los trabajadores”. Los muros que dividen por diferencias sociales son artificiales. Esos no crecen de la tierra. Para los ojos de un niño no son obvios; se aprenden. En el caso de Rodrigo fue una gran virtud que esa lección se retrasara; que él y sus hermanos entendieran el trabajo del campo como la labor digna de personas como ellos; no solamente de empleados. “Era padrísimo”, recuerda.
Alguna vez leí que los corazones que se unen por sus heridas difícilmente se separan. Rodrigo, Pato, Dani y Gabriel comparten una lesión; una que vive en el pasado, pero es mucho más que un recuerdo. Paulina Rivera Río partió muy joven y aunque su partida abrió la distancia entre sus hermanos, ellos más que nunca supieron ser una familia. Pato y Dani se mudaron a Monterrey con su mamá. Rodrigo y Gabriel permanecieron en el rancho con su papá. “Aunque nuestros papás estén separados”, recuerda haberle dicho a Gabriel, “vamos a pegarnos a Daniel y a Patricio desde chiquitos”. Una vez por semana los hermanos se llamaban entre sí. Rodrigo tenía 12 años. ¿Pato y Dani? bueno, de ellos cuenta que “apenas sabían hablar por teléfono”.
A los dieciséis años se mudó a Querétaro con Gabriel. Allí iniciaron la preparatoria. Vivían solos. Pasaban el fin de semana con su papá en el rancho. “Los cuatro años que vivimos en Querétaro no había miércoles que no hubiera fiesta en mi casa”. Para Rodrigo fue tiempo de probar y entender los límites de su libertad. Aprendió que podía decidir, incluso en contra de las reglas. Aprendió también que aún no estaba preparado para lidiar él solo con las consecuencias. En su segundo año, lo corrieron de la prepa y regresó al rancho.
A las siete de la mañana dejó la cama. Era el primer día de una nueva vida. La escuela estaba en el pasado y su mente en el futuro. Las posibilidades eran infinitas. Los engranes de su cabeza generaban ideas una tras otra. Tan pronto eran concebidas, se las exponía a su papá, quien sólo escuchaba sobre una taza de café. “Súbete a la camioneta. Tráete el pico y la pala”. Recorrieron el rancho. Rodrigo iba observando y sugiriendo. Se detuvieron ante un tramo de muro derrumbado. “Bájate aquí tantito y ayúdame a arreglar la barda”, le pidió su papá. Rodrigo pasó media hora confundido y enojado. Decidió ponerse a trabajar. El trabajo, las horas y el Sol son fuente inequívoca de humildad. Dieron las siete de la noche. Su padre reapareció con una torta para él. “Mira mijito. Tú aquí no vas a venir a decirme qué hacer. Yo tengo mi negocio. A ti te corrieron de la escuela. Tus ideas son buenas, pero yo quiero que entiendas el valor de las cosas, entonces te voy a decir una cosa: ya no puedes ni siquiera trabajar en el rancho. Te puedes quedar en mi casa siempre y cuando tengas un trabajo.” Todos merecemos oportunidades; los resultados hay que sudarlos. Rodrigo tomó un trabajo en el rancho vecino labrando la tierra con un tractor. A los tres meses, se pagaba vida y colegiatura en Querétaro. Estudiaba entre semana y trabajaba fines de semana. “No conozco otro método de ser exitoso más que trabajar día con día; rezarle a dios todos los días y portarte como dios quiere todos los días, porque si no, vale madre”.
Las manos de Rodrigo dirigen Koli con la fuerza de la experiencia y con la base sólida de la preparación y el estudio. “Una cocina profesional tiene que ser dirigida por profesionales”. Antes de terminar la preparatoria se mudó con su madre y su padrastro, Jesús a la Ciudad de México. “Mi padrastro veía que me apasionaba esto de la cocina”. Un día lo invitó a uno de sus restaurantes favoritos: L’Olivier. Por fuera el local recordaba un bistro francés: Ventanas cuadriculadas y techos de lona. Más allá de la puerta, interiores blancos, detalles de caoba y cubiertas de granito. “Todo era perfección y limpieza”. Minimalismo. El protagonista era la cocina abierta a la vista de todos. Al entrar se encontró de frente con la figura de un Chef: porte enérgico, filipina blanca y una copa de cognac. “Yo quiero ser como él”. Era Olivier Lombard. “Desde que entramos, antes de probar ni el pan, le dije a Jesús: yo a esto me quiero dedicar”. Tras la cena su padrastro le pidió al chef que lo aceptara en su cocina. Aceptó a regañadientes: “Cada semana te voy a evaluar. Vas a estar dentro de la cocina; no puedes hablar; no puedes tocar un sartén; no puedes hacer nada y no te quiero ver interactuando con nadie.” Esa semana Rodrigo estuvo parado sobre una equis marcada en el suelo viendo y tomando notas. “Me sentía horrible porque yo platico hasta por los codos”. Su permiso se renovó por una segunda y tercera semana. Fue esa última cuando se estaba a punto de caer un sartén con la preparación. Rodrigo observaba. “La verdad sí me metí, lo agarré y lo volví a poner”. Lombard lo vio, tomó el sartén y lo tiró al piso: “Te dije que no metieras manos. Otra y es tu último día.” Cuando el Chef se alejó un poco de esa cocina para atender otro proyecto, uno de los sous chefs habló con Rodrigo y le pidió hacerse a un lado. Había muchos candidatos profesionales en espera de una posición en la cocina de Lombard. Lo que vivió Rodrigo esas semanas ha provocado que hoy todos los colaboradores de Koli sean profesionales o estudiantes de gastronomía; desde el encargado de limpieza hasta los cocineros. Rodrigo muestra un hondo respeto por su profesión, enraizado en su deferencia por el trabajo y su veneración a la naturaleza. “Nosotros como cocineros somos intérpretes de lo que nos da la tierra”. Creo que Rodrigo se siente responsable de emplear mentes y manos instruidas. Es cuestión de dignidad; la del trabajo, la del producto y la del comensal.
Su vida ha tenido etapas desordenadas. No intenta ocultarlo. Cuando lo cuenta brota una sonrisa limpia de esas que aman su presente mientras evocan un pasado colorido. A sus dieciocho, su madre le propuso pasar un año en una academia militar. Rodrigo se rehusó. La negociación se cerró en un verano. Pasado éste, Rodrigo regresó a la ciudad de México. Era un sábado. El lunes debía estar en la escuela. Le dijo a su mamá que iba a salir a ver a su novia y sus amigos. “El chiste es que me fui con ellos y para no hacerte el cuento largo regresé a mi casa el miércoles”. Ahí lo esperaba un boleto de camión. El viernes viajaba a Monterrey y de ahí, de vuelta a la academia militar. Así sucedió. Claro, no sin salir de fiesta una vez más el jueves.
Me parece que Rodrigo es disciplinado y responsable. No sé si fue la experiencia en la academia militar o la madurez de la edad o las dos cosas, pero entiendo que es en esa época cuando logra ensillar y amansar esa parte de su vida. “Dije ya estoy aquí, ya me fregué, pues ya me pongo a hacer las cosas bien”. El último semestre pidió permiso para salir en fin de semana y viajar a Monterrey. Una oportunidad. Viajó a ver a su abuela: “¿ahora qué fiesta vas a agarrar?” “Ninguna” dijo él, “nada más quería esto, interacción familiar”. Regresó a tiempo a la academia y siguió viajando a Monterrey constantemente. No. Nunca ha perdido su naturaleza alegre y divertida. No se trata de eso. La madurez es balance, no represión. Rodrigo tiene hoy un aire de tranquilidad que solamente brota del equilibrio.
Churchill, quien sabía de caídas, dijo: “El éxito no es absoluto, el fracaso no es fatal: lo que cuenta es la valentía para continuar.” Nuestra circunstancia es siempre frágil. Parados en la arena del presente no hacemos más que recibir el embiste de un futuro siempre incierto, a veces generoso y otras violento. Los valientes buscan aprovechar las olas; impulsarse. Caer es siempre parte del proceso. Rodrigo inició su camino profesional muy joven. Mientras estudiaba pasó de un negocio de banquetes a ser chef de un restaurante tipo Sports Bar. Con veintidós años encabezó una cocina donde le doblaban la edad. Tenía mucho que probar. “yo no dormía. llegaba a mi casa y lloraba”. Claro, el valiente también siente miedo. Quizás más profundamente porque sabe lo que está en juego. Inició con éxito. Pasó del restaurante al corporativo. Había subido algunos escalones, pero en su ambición quiso crecer a costa de otros. A veces las organizaciones son injustas y nos presentan opciones complejas. “Tenía hambre de crecer y ya me quería casar”. Tomó la posición de su jefe. Lo desplazó. Ni todo su arrojo suplió su falta de experiencia. “Me di cuenta que no estaba ni poquito preparado”. Cuando volvió su ex jefe, le dio una lección de humildad llamándolo a su equipo. Rodrigo creció. “No vuelvo a agarrar un puesto sobre alguien más. Si me lo dan que sea por mi trabajo, por mis cosas, no por suerte y mucho menos pisoteando a alguien”.
Dejó aquel trabajo; tomó otro de repostero. “No entiendo este trabajo”, le decía a la sous chef, “no me juzgues. Estoy a punto de casarme. Necesito trabajar y quiero aprender. Juntos hagamos este proyecto”. Hicieron un buen equipo, pero al poco tiempo Rodrigo se casó. “me dijeron vete y regresa en dos días”. Renunció. Cuando regresó no tomó el trabajo por respeto a la sous chef que tenía ya su puesto. Cuando logramos tomar decisiones correctas a pesar de nuestra necesidad, nos estamos forjando un futuro en el que podremos ver hacia atrás con orgullo. Creo que lo ha logrado. Qué maravilla sonreír con la tranquilidad y la satisfacción con que sonríe Rodrigo cuando repasa sus días más inciertos. “No tengo un peso; no tengo jale; no tengo qué hacer. ¿qué hacemos?” Así volvió de su luna de miel. “Estaba super agüitado, super triste con mi profesión”. Había más tormentas por golpear. Eran épocas oscuras. “O cambias de profesión o aprendes a disfrutar la vida”, le decía su esposa “quiero al Rodrigo de antes”.
De un restaurante familiar sin mucho futuro pasó a una auditoria. Se trataba de abrir un restaurante italiano muy básico. Su trabajo fue tan bueno que tras la apertura Rodrigo firmo el acta constitutiva: socio. Con la operación a su cargo, recibió muchos alagos y mejor aún, clientes. Un año y medio fue de éxito. El restaurante duró dos. Los problemas administrativos restaron un socio y aumentaron sus acciones. Las deudas también crecían. “Tuve que restringir el menú”, me platicaba. Aquel que había diseñado con tanto cuidado. Tenía que trabajar con lo que había. Una tarde, cruzó la puerta una señora con un joven. Sin decir nada, se dedicaron a mover sillas a un extremo del local. “Este local es mío. Me lo entregas.” Al día siguiente se presentó un grupo de albañiles; levantaron una pared. Dividieron en dos el restaurante; hasta el baño quedó del lado incorrecto. “Vero estaba embarazada y me ayudaba con el servicio y la caja”. El restaurante se encogía. Él se ahogaba solo en la cocina: “Si llega una mesa, que entren pizzas o entren pastas” le dijo a su esposa, “porque las dos al mismo tiempo no puedo” El horno estaba lejos de la estufa. Era de noche. Entró un grupo de veinte personas. “Vero me dijo: quieren pastas, pizzas, de todo.” Rodrigo tomó el control de la cocina; desesperado. “Una pizza se me dio vuelta, se empieza a prender, se hace un desmadre.” Caos. “Salgo y les digo: señores, les pido una disculpa, pero no hay servicio”. Esa tarde cerró las puertas. “Abrí una botella de vino y le dije a Vero: a ver, tenemos que ver qué chingados hacemos.” Decidió consultar a un Chef que admiraba. Su consejo fue simple: “cierra antes de que pierdas todo. Incluso a tu familia”. ¿Qué puede mover más a Rodrigo? Su familia es todo. Hay miedos que nos permiten sobrevivir. Es un mecanismo ancestral que inclina la balanza de nuestras decisiones. Una vez más optó bien a pesar de él. “a partir del siguiente día cerramos”. Pagaron deudas vendiendo mobiliario. Los equipos de cocina no. Esos los conservó. “Yo voy a volver a tener un restaurante. No sé cuando, pero ya tengo todo el equipo de cocina”. Necio: se lo dijo su mujer y se lo dijo su abuelo. Seguramente se lo dijo él mismo. Necedad o valentía para continuar, ¿quién sabe? Creo que al final es lo mismo. Me puedo imaginar que esa noche pudo ver de frente a Vero y hoy contar esta historia con orgullo a sus hijos.
Creo que en ese tiempo la relación entre Rodrigo y la cocina entró en crisis. Había que reencontrarse; poner algo de distancia a la convivencia diaria y volver a lo básico; alimentar la ilusión y recordar aquello que lo había enamorado por primera vez. Se dedicó a la docencia. Sin planearlo se contagió poco a poco de la ilusión limpia de sus alumnos; de sus sueños y de la fuerza que da la ingenuidad. “En ese tiempo le decía a los chavos que pensaran en grande: miren, existe un Enrique Olvera, un Daniel Ovadía” Claro, revivía sueños, aunque lo hacía proyectándolos en los jóvenes. “¿Y usted?” le preguntó Tadeo, su alumno y remató: “Ah. Osea que usted no pudo con su restaurante y entonces vino a enseñarnos a nosotros?” Los niños aprenden a caminar observando los pasos de los adultos, no con una guía de anatomía y equilibrio. Para motivarnos a escalar una montaña, nada mejor que ver a quien lo ha hecho ya. Rodrigo no lograba ser un modelo a seguir y quizás se le había olvidado que podía serlo. “Me pesó en toda el alma”, me dijo. Les confesó que estaba triste y les propuso unir fuerzas. “No me las sé de todas todas, pero si juntos nos ponemos un objetivo, podemos aprender”. Tadeo, sin saberlo, removió algo. Creo que Rodrigo se logró conectar con su motivación pura y supo que sus historias lo habían preparado para lo que venía. Por lo pronto la creatividad resurgió: inició un taller de cocina contemporánea.
Acabaron de darle la vuelta al libro de Alinea de Grant Achatz y recorrieron cada página del de Enrique Olvera, reinterpretándolo con ingredientes del Noreste. “De ahí salió el meteorito de atropellado y muchos platillos que acabaron en Koli.” Una vez más, Tadeo lo cuestionó: “¿dónde te ves tú, chef?”. Sus sueños se concretaron un poco más: “pues yo me veo abriendo un restaurante y haciendo este tipo de comida”. Era el momento. Rodrigo se reencontró con la cocina y, más importante, con su pasión.
Era un domingo familiar. Su mamá lo cuestionó con una pregunta muy simple dirigida a los tres hermanos: “¿Cómo están?” “Cansado de la escuela”, pensaba él. Todas las etapas de la vida cumplen su ciclo. Hay un momento para quedarse y otro para avanzar. Su espíritu anhelaba volver a intentar el vuelo. Había que ir por el sueño. “¿por qué no hacer un restaurante?” le planteó a sus hermanos, “Imagínate. Menú de degustación, fine dining...” Dani y Pato se contagiaron. La mesa estaba puesta. Los planes, tímidos, empezaron a fluir. “De la primera plática que tuvimos nos tardamos tres años y medio en abrir Koli.”
Fue en Guanajuato, durante un evento donde exponían los nombres más reconocidos de la industria. Rodrigo se enfrentó a una realidad que lo convenció de volar. Sus ídolos, los grandes Chefs de México, dejaron de ser un ideal y se transformaron en personas: gente con caminos andados, anhelos, triunfos y fracasos. Descubrir que nadie es más que humano es aterrador y apasionante. El mundo se abre y entendemos que el único límite somos nosotros mismos. “Ya es momento de hacerlo. Sí creo tener una cocina que puede estar a la altura”. Ahí, entre calles cargadas de historia, empezó a latir el corazón de Koli.
“Todo lo que he experimentado; todo lo que he aprendido; todos los golpes que me ha dado la vida, ya quiero plasmarlos en solo lugar”. Koli no nació con la intención de hacer dinero; es su pasión, su esencia: historias, familia, trabajo. No es que la comida cuente una historia, sino que las historias le dan vida a cada platillo. Una nube no vierte agua, es agua. Ya sea entre las páginas de un libro o de la boca de la gente del campo, Rodrigo cosecha el pasado que sembró la historia; lo pone a tatemar en el comal de su sensibilidad y lo emplata en breves comentarios que caben en un bocado. En ese comedor, se sirve la historia del noreste y la historia de Rodrigo. Ambas llenas de color, de altas y bajas. De sabor.
Rodrigo es un cronista del noreste; un bardo culinario que canta el pasado de su ciudad en cada platillo. Sí. Su ciudad y no lo digo a la ligera. Es suya por elección y la eligió por enamoramiento. “Yo decido ser regio”, me dijo y confieso que me emocionó.
En Koli hoy están los equipos que nunca vendió. Necio. En sus manos está la pureza del trabajo de rancho y en su mente la delicadeza de su profesión. En su casa, que es Koli, está su familia; la de sangre y la de filipina y mandil. Rodrigo trae del ayer habilidades, fuerza y sabiduría. Es cierto, pero en lo más primordial de su ser, Rodrigo le robó al pasado un momento que recrea cada vez que alguien se sienta en su comedor: ese momento íntimo, tras la caída del Sol en el que se reunía la familia a compartir historias. Así, muestra su identidad, azuza sueños y comparte su pasión.
Nos vemos pronto.